Son las 6.45 de la mañana del 23 de marzo y él la espera en la puerta de su casa con una sonrisa de otoño en sus labios. Podríamos decir de verano, porque en él todo es ardiente y resplandeciente, pero decimos otoño porque también tiene la elegancia y la sutileza de dejar oculto para la intimidad el todo o el cómo.
Abre finalmente esa puerta de vidrio nuevamente flotando porque ni los pies ni los movimientos de su cuerpo son lo suficientemente rápidos como para estar a la par de los latidos de su corazón.
Él la abraza, nuevamente, después de un torrente de años en el medio, de tristezas, de alegrías, de llantos, de risas, de amarguras y de miedos sin poder compartir más que en sueños y en sincronías. Se enciende el mundo.
El abrazo es tan poderoso que nuevamente la vida se desdibuja y entran juntos en una realidad paralela que no entiende de horarios, de contratos, deberes ni juicios. El abrazo borra el dolor, el sentimiento de culpa o desmerecimiento con el que el ser humano convive diariamente, borra las lágrimas y el miedo porque lo contrario al amor no es el odio, sino el miedo.
Se suben a la camioneta como si se subieran a una nube. No tienen idea cómo van a llegar pero saben que van a llegar. La fuerza de su amor es tan grande que lo único que vale en ese momento es el aquí y ahora. La alegría es tan grande que cabe para contener a todo el Universo. No hay nada más sincero, puro y transformador que el amor entre dos adultos, niños.
El viaje comenzó... es hoy.
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Las palabras nunca son inocentes