Después de esa llamada, la más larga que mantuvimos desde que volvimos a estar en la vida del otro, a los dos días me escribió. Breve, como es él:
"Buenos días, si vas a comer, te acompaño así hablamos".
Inteligente, lo mandó temprano, el día anterior me había ido (escapado en realidad) en el horario de almuerzo porque me moría de vergüenza. Sentimiento que continuaba y ahora luego del mensaje se le sumaba el pánico.
Sentí miedo, miedo a que me dijera personalmente: "Mirá (mi nombre), estuve pensando en todo lo que dijiste y la verdad, no da seguir en contacto, todo lo que me dijiste no se basa en una relación de amistad, no quiero volver a verte".
Pero soy una mujer que aunque tenga miedo, las cosas las enfrenta, las hago igual aún temblando y así, convencida, salí de mi oficina, caminando con la cabeza en alto. Si el final tenía que venir, que viniese. No tenía nada de qué retractarme, iba a morir en mi Ley. Habiendo dicho la verdad. Mi verdad.
Fuimos al bar del trabajo y nos sentamos juntos al sol. Luego de años compartimos un almuerzo, sentados uno al lado del otro. Lo medí, lo miré, lo escuché esperando el momento...
Ese hipotético desenlace al final nunca llegó. Me sonrió, me hizo reír, lo hice reír, charlamos y disfrutamos 1 hora y 20 min. de total complicidad. Nos vieron reírnos y conversar entre nosotros todos nuestros compañeros de trabajo, colegas y hasta personas que solíamos compartir mesa años atrás. Nos miraban y muchos no supieron disimular su sorpresa. Nosotros no dimos acuse de recibo. La burbuja -esa famosa burbuja- empezó a crecer nuevamente, a la luz del sol también.
Tenía puesta una remera negra de River que sinceramente le quedaba muy bien y por primera vez no recuerdo sus palabras, pero sí recuerdo cómo me hizo sentir. Luego de largos años, luego de varios encuentros en este corto tiempo, ésta fue la oportunidad que mejor me hizo sentir.
Intuí que él también se sintió así porque el momento de la despedida fue sumamente incómodo.
Nos miramos sin saber bien qué decirnos, como con una gran pregunta suspendida en el aire, nos miramos a los ojos sin decirnos una sola palabra, cautelosos hasta la ingenuidad pero viendo que ese mundo al que solíamos viajar, estaba ahí, en el mismo lugar, con los pasaportes sin vencer...
Nos miramos sin saber bien qué decirnos, como con una gran pregunta suspendida en el aire, nos miramos a los ojos sin decirnos una sola palabra, cautelosos hasta la ingenuidad pero viendo que ese mundo al que solíamos viajar, estaba ahí, en el mismo lugar, con los pasaportes sin vencer...
y en el mismo lenguaje que supimos construir.
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Las palabras nunca son inocentes