Llegué cuando ya había empezado el evento y cuando quise caminar hacía el final del salón donde estabas ya sentado enfrente de la gente, me acaparó en la puerta ese hombre que no goza de nuestro beneplácito. Me empezó a susurrar al oído "info" que se presumía importante. No lo escuché, hice de cuenta que sí, pero no lo escuché. No recuerdo nada de lo que me dijo. No me interesaba. Sólo quería acercarme a vos.
Mirando hacía tu dirección te encontré viéndome fijo y mirándolo serio a él, sabías que me estaba reteniendo, supe que te molestó su accionar. Sin palabras, lo supe. Me gustó.
Pero el destino estaba de nuestro lado ese sábado lluvioso, apenas me vieron entrar varios se levantaron a buscarme y a invitarme a sentarme. Fue nuestra oportunidad de estar prudencialmente cerca
Atravesé el salón caminando sola y dejaste de mirar a tus interlocutores para mirarme. No te importó que te estuvieran viendo y me dedicaste una mirada con una intensidad que parecieron años. Me miraste, me sonreíste con todas las ganas y me saludaste agitando tu mano. Parecías un niño feliz. Yo que soy más reservada respondí con una cautela protocolar y un saludo silencioso. Aunque te sonreí con la mitad de mis labios, intimista, mi más sincera y profunda sonrisa.
No te quité ojo de encima desde el minuto que me senté a escucharte.
Cuando te tocó hablar, te paraste y comenzaste a improvisar, como solés hacer con tus discursos. Pero esta vez no te salió igual, de todas las veces que me miraste te trastabillaste, te olvidaste, te perdiste en tu discurso porque te distrajiste, mirándome. Es la primera vez que te pasa, No se porqué esta vez te distrajiste, qué fue lo que viste, pero lo noté. Fue un discurso extraño, y a mayores palabras más llovía afuera, era un diluvio y vos tuviste al atino de decir que la "lluvia es bendición".
Le tocó a tu compañero hablar y yo aproveché para pararme, sin quitarte ojo de encima. Me miraste, nos miramos otra vez en un encuentro demasiado íntimo para tanta gente y te guiñé un ojo. Con el desparpajo que me caracteriza cuando quiero.
Creo que esa fue la mayor de mis audacias porque logré que el aire tenso que se vivía y respiraba en ese salón con tanta gente disconforme, sumado a tu seriedad, se transformara primero en una risa sofocada para terminar sonriéndote de lado a lado sacudiendo la cabeza y sin reparos frente a todos, se te iluminó el rostro, te cambió totalmente el semblante, Pero lo mejor todavía no había llegado y yo que me creía victoriosa.
Diste por finalizada tu participación y sin permitirle a nadie te interceptara el paso, te viniste directo hacía mí, OTRA VEZ. Apartando sillas, personas y obstáculos hasta llegar a mí.
Esta vez no me dijiste "Gracias", simplemente me dijiste "Hola" sonriéndome, me miraste a los ojos, me diste un beso con todas las ganas y me ABRAZASTE con toda tu humanidad. Dos veces.
Se que estoy acostumbrada a ser afectuosa con la gente, pero con vos siempre me toma de sorpresa. Es verdad, nunca antes nos habíamos abrazado en público y debería ser ese efecto sorpresa el que me dejó conmocionada pero no fue eso, sino el efecto físico y químico que tuvo tu abrazo en mi cuerpo. Sentí todo tu calor, toda tu presión sobre mi pecho y el peso de tus manos en mi espalda.
No supe como reaccionar a esa embestida emocional. Te abracé pero se que lo hice torpemente porque no lo esperaba y sabe Dios lo que me pasa cuando no estoy preparada con algo por más insignificante que sea. Debe ser por eso que te mandó a mí vida. No quedan dudas.
Y faltaba lo mejor. Mientras me dabas un mensaje codificado el cual entendí a la perfección donde encerraba día y lugar para vernos, "me presentaste a tu hija". No lo podía creer tampoco pero fui más efectiva en la respuesta.
"Ella es (mi nombre y apellido porque como dije una vez le encanta nombrarme) y es (una de mis multiples facetas profesionales y por la cual me hice conocida allí)", "ella es mi hija". Escuché su voz aniñada pese a estar parada frente a una chica adulta y de mi estatura y sentí la necesidad de tocarla. Sin pensarlo la tomé del brazo y le dije "Es un placer". Ella, una mujer, pero una nena en sus maneras me miró, me sonrío y me dijo dulcemente algo que tampoco esperaba: "Por fin te conozco".
No se cuál de los dos guiños fue el más efectivo, creo que a juzgar por las pruebas con seguridad no fue el mío.
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Las palabras nunca son inocentes